Hace poco más de dos años nos reuníamos para despedir a mi abuelo, Ángel. Y hoy dedicamos un poco de tiempo de nuestras vidas a despedir una de noventayocho, se dice pronto, que hace apenas un día se apagó para siempre. Así que, lo menos que podemos hacer es detenernos un momento, apenas un instante en nuestras ajetreadas vidas, y recordar algo que realmente es importante.
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas, yaya, de Santa María?
De tu infancia en Puértolas, en la indómita montaña de Huesca. De los largos días sola, en la era, en el campo, sube Teresa con los animales a Castillo Mayor, los inviernos durísimos. Apenas pudiste ir al colegio, sólo alguna vez cuando no había faenas en casa o en el campo, y aún tuviste suerte de no ser la primera: tu hermana María no pudo tan siquiera aprender a leer ni escribir, tú si, ella no pudo, tan alto era entonces el precio de ser la mayor. Pese a ello, la dureza del campo y la vida en la montaña, papá y mamá siempre hicieron lo que pudieron. Había bondad y generosidad. ¿Recuerdas lo bonitas que eran las fiestas en verano? El baile, la música, un breve paréntesis de inocencia. Apenas quedan recuerdos de todo ese mundo que hace tiempo se extinguió…
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas, yaya, de Zaragoza?
En casa erais muchos y había que trabajar, te tuviste que ir a Zaragoza, muy jovencita, una cría apenas, donde tu hermano te buscó una casa, para trabajar, para servir, para limpiar, fregar y planchar, y cuidar de los demás, sin levantar la voz, que es lo que has hecho toda tu vida. Y allí pasaste la Guerra, esa Guerra fratricida, de casa en casa, sirviendo. Pasaron los años también, y la posguerra, que fue larga y dura y muy fría, toda ella en tono gris, las chaquetas y abrigos grises, las casas grises, el paisaje gris…
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas, yaya, del abuelo?
En Zaragoza le conociste. Fue un día que librabas, alguna fiesta o un domingo, después de Misa sería, fuiste con tu hermana de paseo, con un novio que tenía por entonces. De carabina. Y apareció con un compañero, un maño que se había criado en Albacete, un buen hombre, honesto y trabajador, orgulloso de ser quien era. Imagino cuánto le costaría a aquél maño que le dejaras cogerte de la mano, y quizás, con suerte, robarte algún beso esquivo. El novio de tu hermana pasó, pero tú y el abuelo seguiríais juntos el resto de vuestras vidas. Pero él era un rojo después de una guerra en la que perdió y no había sitio en Zaragoza ni en España para tipos como él. Así que un día decidió echarse al monte e irse a Francia. Fue en verano del 48. Os carteábais, tu en Zaragoza, él en el norte de Francia, de un lado para otro, buscando trabajo. Cartas de amor de exilio. Hasta que un día te dio el ultimátum, o vienes o se acabó. Y fuiste. Era un buen hombre. ¿Qué podías hacer? Te reuniste con él, como te reunirás ahora.
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas yaya, de Francia?
Veinte años pasaste en Francia. Y entiendo que te costara adaptarte. Primero en la barraca, luego en el HLM. Y Ángel que a veces estaba desplazado, le veías cuando podíais, y tu sola, como muchas veces te has sentido, sola, llevando la humilde casa, trabajando en lo que se podía, cosiendo, limpiando… Otra española más en Francia. Y lo mal que lo debías pasar yendo a la tienda a comprar las cuatro cosas, los huevos, la mantequilla… al principio señalabas con el dedo. Había otros españoles, os apoyábais, como Fraga y Nanette y otros de los que me hablaste pero ya no recuerdo. Veinte años lejos. Pero tiraste adelante la casa y una hija.
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas, yaya, de MariÁngeles?
Porque fue en Francia donde nació tu hija, tu luz, por la que tanto luchaste y a la que tanto has querido. Pese a su carácter. Y pese al tuyo también. Si tú la protegiste cuando era pequeña, de un entorno que para ti era hostil, ella siempre te ha cuidado cuando ya no te has valido por ti misma. Cuando casi ya no estabas, no te dejó en ningún momento. No te ha fallado, y créeme que no ha sido fácil. Ha estado a tu lado todo este tiempo, hasta el final. Imagino pocas formas más dignas de como una hija puede cuidar a su madre ya anciana.
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas, yaya, de Barcelona?
Del retorno, de la vuelta a España, a Barcelona. De los primeros tiempos en Santa Eulàlia, que no te gustaba, a los años en la porteria en Craywinckle. De cuando Mari Cruz dio a luz a Mónica, ahí, casi por accidente no, por accidente total, en el minúsculo baño de casa, ayer me lo recordaban. Menudo susto te llevaste. Y de la jubilación. De por fín, tras tantos años, tanto ahorro y tanto silencio, tanta austeridad para ver cumplido el sueño del pisito en Rubens. La vida empezó a pasar despacio, lentamente. Ya tocaba. Pero nunca dejó de haber dignidad.
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas, yaya, de mí?
Porque yo si me acuerdo, me acuerdo de cuán cerca estuviste siendo yo un crío. Me acuerdo de cuando me llevabas y me traías a la escuela, de cruzar el puente arriba y abajo, de cuidarme cuando me ponía enfermo, de quedarme a dormir en el cuarto pequeño. Y luego, siendo ya mayor, de veros, a ti y al abuelo, una vez por semana si podía, estuviera en lo que estuviera, de las comidas rutinarias en Rubens, de cómo va el trabajo, eso es lo importante, de como a veces te tenía que engañar para que no sufrieras de más, esos pequeños engaños de los que participábamos todos para que estuvieras tranquila, si abuela, ya hemos llegado, todo va bien.
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas, yaya, de los tuyos?
Porque has sido la última de los tuyos. De José, de Madalena, de Ramona, de Domingo, de Victoriano, de tu querida hermana María, de papá y mamá, allá en Puértolas. En ese cementerio tan humilde como precioso. Subíamos a verles el 15 de agosto, a papá y a mamá. Y a José también. Subíamos al cementerio de Puértolas. Nos escapábamos a veces de la Misa de la Virgen. Total, para lo que decían los curas… y siempre entrabas en el cementerio suspirando, aquí está papá, allí está mamá, no están juntos, qué pena. No te preocupes, esto no te va a pasar a ti, te vas con el abuelo, seguiréis juntos.
Y de Ibra. Porque aunque no sea de sangre para ti ha sido como tu otro nieto. Te trató siempre con una dulzura como pocas veces se han visto en la vida. Al final, cuando la vida se va apagando, la muerte se acerca, así aún no esté presente, lo que cuenta es que estuviste bien, mi madre, yo en lo que pude, Ibra… estuvimos cerca y estuviste tranquila hasta el final.
¿Te acuerdas, yaya?
¿Te acuerdas, yaya, de que fuiste feliz?
Porque cualquiera al que le pregunte «Cómo era la Teresa?” me dirá que sufridora, que toda la vida, todo el recorrido de tu vida, lo pasaste sufriendo, muchas veces con razón, muchísimas veces con razón, otras quizás de más, pero siempre siempre sufriendo, por tu familia, por tu marido, por tu hija, por mí, por esto, por aquello… y por ti. Pero lo que muchos no saben, y es lo más importante, es que a pesar de todo, cuando las mil y una desgracias de la vejez no te dejaban vivir sin dolor, entonces te preguntaba, «abuela, ¿has sido feliz?”, y tu respuesta inmediata siempre fue que sí. Sí, he sido feliz. Y te brillaban los ojos. Como sólo a ti te brillaban los ojos. Y esa es para mí y para quien quiera una preciosa lección de vida que nos dejas.
Te quiero. Descansa.
Puértolas, 15/8/2015